Japón: el crisantemo tatuado

 

Las animadas calles del Kyoto antiguo, Higashiyama, subiendo hacia los templos Kodai-ji y Chion-in
Las animadas calles del Kyoto antiguo, Higashiyama, subiendo hacia los templos Kodai-ji y Chion-in

Miguel Ormaetxea

Era agosto de 2016 cuando llegamos los cuatro a Osaka tras un vuelo interminable. Comenzaba la jornada en Japón, pero nosotros llegamos sudorosos y exhaustos con el día libre por delante. El magnífico castillo de Himeji-jo  (Castillo de la Grulla Blanca) luce en todo su esplendor tras cinco años de minuciosa reconstrucción (es de 1.589). Hay una inmensa cola para visitar el interior, renunciamos. También hago cola para comprar una cerveza de barril. Luego un templo budista, en el que dos níveos monjes salmodian sus recurrentes letanías. Por la tarde recalamos en el colorido y superanimado Dotonbori, con miles de neones, miles de personas en sus calles peatonales junto al canal, destacando su gigante cangrejo en 3D. Y claro, cenamos descalzos sushi de cangrejo. Y vimos encenderse cientos de farolillos junto al canal cuando cayó la luz, como un preludio de una magia sutil que nos va a acompañar en paisajes y jardines durante el viaje, como el perfume del crisantemo.

Las calles peatonales del Dotonbori, en Osaka

La Familia Imperial japonesa adoptó hace siglos el nombre de “El Trono del Crisantemo” y su redonda figura, dorada de pétalos idénticos, está tatuada en todos los palacios y edificios imperiales. El crisantemo es una flor de otoño, justo antes del invierno y en España se la llevamos a los muertos. En el país del Sol Naciente es la flor nacional y simboliza la efímera belleza, como efímera es la floración del almendro que convierte a Japón en un país de nieve, como el título de la gran novela de Yasunari Kawabata, el primer Premio Nobel de Literatura japonés y autor clave para intentar profundizar en la compleja y contradictoria alma nipona. Su relato “La casa de las bellas durmientes”, en el que ancianos ricos pagan altas sumas por dormir al lado de una bella virgen narcotizada a la que no pueden tocar, me pareció siempre algo que se acerca al extraño lugar donde acaba el infinito. Kawuabata trabajó como periodista para el “Mainichi” y se suicidó junto al mar abriendo la llave del gas. Habían pasado dos años justos desde que su gran amigo Mishima (segundo Premio Nobel japonés),  hundiera su katana en su vientre desnudo.

Y efímera es la vida, en unas islas montañosas, con muy escasos recursos naturales, sacudida por terremotos, tsunamis y tifones, que espera el Día D del gran temblor que las devolverá al océano. Un tifón nos despediría en Tokio el último día y a punto estuvo de retrasar nuestro vuelo. Pero puede que no sea la naturaleza sino el giro del alma humana la que termine desvaneciendo el Sol Naciente. Japón es un país entre los de mayor concentración de habitantes por kilómetro cuadrado del mundo (la mayor parte del territorio es montañoso), viven literalmente unos encima de otros. Pero el gran drama japonés es la crisis demográfica y el envejecimiento de la población: el país ha perdido casi un millón de habitantes en los últimos cinco años. (Véase recuadro aparte).

Las calles peatonales del Dotonbori, en Osaka

Para tratar de entender al pueblo japonés, uno de las culturas más cerradas y oscuras del mundo, es importante anotar que hasta comienzos del siglo XX la gran mayoría de japoneses vivían en pequeñas y compactas comunidades agrícolas rurales, en un territorio sembrado de escarpadas montañas, por lo que las pocas zonas llanas están superpobladas. Demasiadas personas y demasiados pocos recursos, como dijo Confucio de China hace 2.500 años. Esas circunstancias y el temor de continuas guerras, más una naturaleza con frecuencia aterradora, propicia una cultura estrictamente jerárquica, que coloca en primer plano la identidad grupal y la armonía social. Una armonía que se preserva mediante la ocultación de los sentimientos y opiniones personales. Su envés es el ensimismamiento contemplativo, la búsqueda obsesiva de la belleza que sabemos efímera, los sentimientos ambiguos, el deseo sin carne, la luna y la noche, la niebla y la nieve. Conmovedora timidez y una casi dolorosa inhibición.

Kawabata habla de “sumergirme en el éxtasis de la nada”, describe en su discurso la fascinación y el arrobamiento los japoneses por la noche, dándole a la luna un lugar de privilegio en ese marco fantasmal. En “Elogio de la sombra”, Tanizaki, otro gran escritor japonés, afirma que el Sol Naciente se extiende envuelto en la inmensidad de la noche, “los dioses se han replegado en el corazón de las tinieblas”, dejando una tristeza informe en un país oscuro. Mishima nos habla “del contraste entre la soledad fundamental del hombre y la inalterable belleza que se aprende intermitentemente en las fulguraciones del amor, como un rayo que de pronto pudiera revelar, en el corazón de la noche, las ramas de un árbol en plena floración”. Kawabata dice estar “fatalmente obsesionado por flanquear el peligroso acceso al mundo de los demonios, y este pensamiento, sea explícito o disimulado, oscila entre el temor y el ruego”. Junto al mar y en la noche, ganó el ruego.

Torii en el agua, cerca del monte Fuji. Lorena y Paula, Hakone
Torii en el agua, cerca del monte Fuji. Lorena y Paula, Hakone

En Japón hay millones de dioses en esa curiosa religión propia del sintoísmo, con sus bellísimas puertas purpúreas, sus “toriis” abiertos a la nada, la campana con la que llaman a los dioses distraídos, las monedas que tintinean en las rejillas de madera, la profunda inclinación de cabeza, las deidades presentes y a la vez ausentes en toda manifestación de la naturaleza, sus fuentes para lavarse ritualmente, primero el brazo izquierdo, luego en derecho, por último las manos, con un agua pura que corre sin cesar. Y también hay demonios. Sabemos que el huevo de la serpiente también anida en la sumisión grupal, el Ejército Imperial cometió todo tipo de atrocidades en la Segunda Guerra Mundial sin que a sus soldados les temblara la espada ni el fusil. Y, tal vez su por otro lado admirable culto a los antepasados, los ha impedido hasta ahora mover del pabellón de los héroes a sus criminales de guerra, como machaconamente les viene exigiendo China.

Nos inclinamos ante su sentido de la perfección y el trabajo, concienzudos, meticulosos, industriosos, honestos, habilidosos, las archiconcurridas calles de Tokio sin un papel en el suelo, los barrenderos que barren como si fuera la tarea más importante del mundo, los taxistas con guantes blancos, la circulación sin claxon, la cortesía abrumadora, el rito como lubrificante social.

 

El Emperador Banzai 

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Por el Kyoto histórico, una chica con atuendo tradicional

“A pesar de que todos han dado lo mejor, la lucha valiente del ejército y de las fuerza navales, la diligencia y dedicación de Nuestros servidores del Estado, el servicio devoto de nuestros cien millones de súbditos, la situación de la guerra no se ha desarrollado necesariamente en provecho de Japón (…) Hemos resuelto preparar el terreno para una gran paz para todas las generaciones que están por venir…” La voz del Emperador Hirohito se escuchó por primera vez en una mala grabación por sus súbditos, que no entendieron casi nada, porque el emperador hablaba en un japonés arcaico y cortesano. De todas formas, no parecía en absoluto una declaración de rendición incondicional, que es lo que había aceptado finalmente el principal artífice de la guerra de agresión sin declaración previa contra EEUU, Gran Bretaña y Holanda. Los mismos historiadores nipones, Akira Yamada y Akira Fujiwara, entre otros, sostienen que fue Hirohito quien condujo a Japón a la guerra, conflicto en el que los agresores cometieron crímenes de guerra solo superados por sus socios nazis. Pero a diferencia de Alemania, en Japón se exoneró al Emperador por razones políticas. Como ha escrito el historiador holandés Ian Buruma en dos libros esenciales (“El precio de la culpa” y “La creación de Japón”), la incapacidad de los japoneses de procesar su pasado culposo, incluso 70 años después, ha permitido una suerte de revisionismo tendente a reivindicar el heroico desempeño de las tropas imperiales en la noble empresa de liberar el continente asiático. Tal vez Japón esté pagando el peso de una culpa irresuelta.

El actual Emperador, Akihito, Soberano Gran Maestre de la Suprema Orden del Crisantemo, 125 descendiente de la dinastía Yamato, fundada por el Emperador Jimmu nada menos que en el año 660 antes de Cristo, parece un tipo más decente que su padre. Ha pedido perdón reiteradamente por los crímenes de los soldados japoneses, con profundas inclinaciones dentro y fuera de Japón. Muy recientemente ha expresado su deseo de jubilarse, con precaria salud a sus 82 años, lo que no está previsto por la Constitución del país. Ha contribuido sin duda a humanizar una institución anquilosada, con trazos medievales casi surrealistas, y ha frenado un tanto, al menos temporalmente, la corriente nacionalista filofascista que asoma de nuevo, el sintoísmo de extrema derecha (!otro fundamentalismo religioso!), que intenta fosilizar al dorado crisantemo. Las esperanzas están puestas en el heredero Maruhito, casado con la plebeya emperatriz  Michiko, deprimida por haber parido tan solo una hija. Maruhito se declara pacifista y curiosamente parece más progresista que sus devotos seguidores ultraconservadores.

Santuario Fushimi Inari-taisha
Santuario Fushimi Inari-taisha

Tras décadas prodigiosas, que convirtieron a un país relativamente pequeño en una de las primeras economías del planeta, Japón lleva treinta años de estancamiento. El popular Abe Shinzo logró ser reelegido en el 2014 por aplastante mayoría, pero sus grandes esfuerzos con medidas radicales para levantar la losa del conservadurismo nipón, no terminan de arrancar. Los crisantemos tatuados son una pesada herencia.

Japón inventó el contestador automático, el tren bala, el móvil con cámara, los coches híbridos… Tiene tecnología puntera en variados dominios, desde robótica a electrónica, pero entre las 10 primeras empresas de Internet hay tres chinas y ninguna japonesa. Tal vez la era digital casa mal con las instituciones tatuadas.

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Los japoneses inventaron el palo para “selfies”

 

El extraño país evanescente

Japón es el único país del mundo que ha perdido un millón de habitantes,  sin mediar guerras o catástrofes, en los últimos cinco años. Cada hora hay 30 japoneses menos en el mundo. Puede pasar de ser una de las naciones con mayor concentración de habitantes por kilómetro cuadrado (siendo muy montañosa) a despoblarse. De 127 millones, pasarán a ser cien millones en el 2050 y 67 millones en 2100. Ningún incentivo funciona. El 61% de los hombres solteros y el 49% de las mujeres no tienen ningún tipo de relación romántica y la tasa aumenta el 10% cada cinco años. Un tercio de la población por debajo de 30 años no ha salido nunca a una cita. El 45% de las mujeres entre 16 y 24 años “no estaban interesadas u odiaban el contacto sexual”. Más de un cuarto de los hombres se sentía igual. ¿Cómo se puede luchar contra eso?

Japón puede ser un indicativo de lo que le espera a la humanidad, preocupada por la superpoblación, pero amenazada por lo contrario. La población total de la Tierra superará los 9.000 millones para el 2050, pero comenzará a declinar enseguida, según bastantes estudios puestos al día.

La luz entreverada del bambusal

 

Bambusal de Arashiyama, Kyoto
Bambusal de Arashiyama, Kyoto

Hemos visto maravillas, algunas sutiles y amenazadas por el exceso de visitantes. Hemos visto jardines zen prodigiosos, verdes bambusales de extraña luz, como Arashiyama, la larga avenida de miles toriis escarlatas de Fushimi Inari-taisha, con risueñas chicas de esplendidos vestidos tradicionales y breves pasos de gueisha, hemos visto escabullirse en la noche de Kioto a esculturas vivientes de alquiler, subir a limusinas o caminar con pasos de pájaro por las calle  del Sur de Higashiyama. También hemos visto el pabellón de oro de Kinkaku-ji refulgir al sol de agosto. Y nos hemos escaldado la piel en el agua abrasadora de un onsen, baño termal natural, completamente desnudos, contemplando a los japoneses en su relajante liturgia, casi un acto religioso. También hemos visto en Tokio pasos de peatones que atraviesan 2.000 viandantes cada 45 segundos. Y una artesanía tan prodigiosa…

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Grupo expedicionante

Agosto de 2016, con Lorena, Paula y Sergio.